La honestidad de la sugerencia
Al crear, recurro una y otra vez al simbolismo en lugar de a la narrativa literal. Una historia literal, con su clara secuencia de eventos y personajes, puede ser poderosa, pero a menudo me parece demasiado fija, demasiado definida. La vida no se desarrolla con claridad. La emoción rara vez se manifiesta con claridad. La memoria se difumina. El deseo se contradice. El dolor y la belleza llegan juntos. El simbolismo, con su apertura, se siente más cercano a cómo la experiencia realmente nos atraviesa.

Una flor que arde de rojo carmesí, un rostro medio oculto, un gesto surrealista suspendido en el tiempo: estas imágenes comunican no afirmando, sino sugiriendo. En su ambigüedad reside la honestidad.
Emoción más allá de las palabras
La narrativa literal depende de las palabras, incluso cuando se presenta visualmente. El simbolismo, en cambio, permite que la emoción surja más allá del lenguaje. Un retrato distorsionado puede capturar la fragilidad con mayor precisión que una representación literal del dolor. Un gesto simbólico —una mano extendida, una sombra amenazante— puede contener más complejidad que un párrafo de diálogo.
Sabemos por experiencia que nuestros sentimientos más profundos a menudo escapan a las palabras. Nos sonrojamos, temblamos, apartamos la mirada. El simbolismo refleja esta verdad. Permite que el arte habite los registros no verbales donde la emoción se vive en lugar de explicarse.
La memoria como fragmento, no como secuencia
Los recuerdos rara vez llegan como historias coherentes. Surgen en fragmentos: colores, aromas, gestos, destellos de luz. Un tono violeta puede evocar una tarde de verano entera. La textura de una tela puede despertar dolor. Estos fragmentos son simbólicos por naturaleza; no narran, sugieren.
Para mí, el arte simbólico honra la forma en que la memoria vive en nosotros: dispersa, estratificada, irresuelta. Una narrativa literal corre el riesgo de encerrar la memoria en un solo significado. El simbolismo la permite permanecer viva, múltiple, tal como es.
El lenguaje de la metáfora
La metáfora es un lenguaje más antiguo que las palabras. Las culturas siempre han recurrido a ella para describir lo inefable: los rituales sagrados, el amor, la muerte, la trascendencia. Hablar en metáfora no es oscurecer el significado, sino revelarlo indirectamente, abriendo espacio para la interpretación.

En mi práctica, encuentro que la metáfora suele transmitir la verdad con mayor fidelidad que los hechos. Una historia literal dice: «Esto es lo que pasó». Una imagen simbólica susurra: «Esto es lo que se siente». Esta última puede ser menos precisa, pero tiene mayor resonancia.
Simbolismo en el arte contemporáneo
En el arte mural simbólico contemporáneo, la metáfora continúa moldeando el diálogo emocional. Botánicos surrealistas, figuras híbridas y retratos teatrales sugieren en lugar de declarar. Invitan al espectador a aportar sus propias experiencias a la imagen, completando su significado a través de su recuerdo, deseo o pérdida.
El arte literal se muestra; el arte simbólico habla con el silencio, invitando al espectador a escuchar de otra manera. De esta manera, el simbolismo se centra menos en imponer significados y más en crear espacios de conexión.
La sutil honestidad de lo simbólico
¿Por qué elijo el simbolismo en lugar de la narrativa literal? Porque la vida misma es simbólica. Vivimos en gestos, en fragmentos, en impresiones fugaces que no se pueden contar directamente. Crear simbólicamente es aceptar esa ambigüedad, confiar en que la sugerencia puede ser más honesta que la declaración.

Un símbolo no cierra el significado, sino que lo abre. Deja espacio para lo no dicho, para la frágil resonancia de la emoción, para el misterio que habita en cada recuerdo. Y es allí, en esa apertura, donde el arte encuentra su más profunda honestidad.