Esta pieza, Santos Silenciosos , es una de esas obras que me pareció que llegaron antes de comprenderla por completo. Lo que emergió en la página no fue una narrativa, sino una condición. No un personaje, sino un estado del ser.

A menudo estamos rodeados de ruido, acción, urgencia. Pero hay otro tipo de experiencia, más silenciosa, más difícil de comprender. Es la quietud que no es paz, el silencio que no es calma, la suspensión que no es descanso. Ese es el terreno emocional que quería explorar.
Suspendido en la quietud, no en la serenidad
Las formas centrales de Santos Silenciosos cuelgan como flores invertidas o extrañas vainas, a medio camino entre la vida orgánica y un objeto ritual. Son delicadas pero deliberadas. Cada una está atada en la base con una cuerda, colgando desde arriba como si estuviera atrapada en plena metamorfosis o detenida justo antes de convertirse en algo más.
Y aunque cuelgan inmóviles, nada en ellos parece resuelto. Sus bocas imaginarias están cerradas, sujetas no con violencia, sino con firmeza, y siempre con un propósito. La cuerda lleva pequeñas cruces en los extremos, lo que sugiere que algo que una vez fue sagrado ahora funciona más como un sello o un candado. No todas las formas de silencio son voluntarias. Y no toda reverencia es liberadora.
El lenguaje de la inversión
Todo en esta imagen está ligeramente descentrado. Las formas florales están al revés. Su orientación está invertida. No florecen, están atadas. Este es un mundo donde el crecimiento no se expresa mediante una transformación llamativa y visible, sino mediante una resistencia contenida.
Incluso las gotas de lluvia caen con un peso desconocido. No son suaves. No nutren. Son pesadas, negras y absolutas. Marcan el fondo como puntuación: un lenguaje de descendencia. La atmósfera es de acumulación: de presión, de historia, de todo lo no dicho.
Sin género, sin arquetipo: solo un estado humano
Aunque algunos espectadores puedan interpretar estas formas como femeninas o religiosas, esa nunca fue mi intención. Esta obra no trata de género. No trata de arquetipos. Ni siquiera trata de santos, en realidad.
Trata sobre ser humano en un momento en el que tu voz no parece pertenecerte. Cuando el mundo sigue girando, pero estás atrapado en un lugar tranquilo debajo de él. Trata sobre cómo el silencio puede ser tanto supervivencia como asfixia. Y cómo la quietud —la quietud real— no siempre es relajante. A veces es lo más intenso que una persona puede soportar.
Una especie de gravedad interna
Lo que encuentro más sincero de esta pieza es su falta de resolución. Las formas colgantes no se resisten. La lluvia negra no cesa. El silencio no se transforma en sonido. Simplemente continúa. Y en esa continuidad, hay una especie de gravedad, una atracción hacia el interior.
Eso es lo que quería comunicar. No una lección. No una moraleja. Sino una condición. Un sentimiento que no se nombra en voz alta, porque nombrarlo podría fracturarlo. Así que, en cambio, lo llevas. En silencio. Con dignidad. Inmóvil.
¿Por qué los llamo “Santos Silenciosos”?
Los llamé Santos Silenciosos no por su santidad, sino por su compromiso. Son guardianes de la verdad interior. Cargan con el peso de su silencio. Absorben, sostienen y atestiguan, sin dejar rastro. Para mí, eso es lo que expresa la pieza: la fuerza y el dolor de la contención, la forma en que soportamos lo que no podemos expresar y la serena dignidad de sobrevivir a pesar de todo.