En mis pinturas, las flores no mueren: recuerdan.
Conservan rastros del pasado, pero nunca se marchitan del todo. Sus pétalos, incluso magullados, aún exudan color; sus tallos aún laten bajo capas de pintura. Siempre he visto las flores no como adornos frágiles, sino como símbolos resilientes: seres que viven entre la suavidad y la fuerza, el silencio y la supervivencia.
El lenguaje botánico gótico me permite explorar esa dualidad. Mis pinturas originales no tratan de lamentar la belleza, sino de presenciar su persistencia. La decadencia es solo una versión del cambio. Lo que llamamos muerte a menudo es solo transformación: el momento en que la belleza se reencuentra y comienza a brillar de forma diferente.
Las flores como recuerdo
Pinto flores como archivos emocionales.
Almacenan historias como el cuerpo humano almacena sentimientos: silenciosamente, bajo la superficie. Cada línea, cada pétalo, cada grieta de color es un registro de tiempo, tensión y ternura.
En mis pinturas de técnica mixta, las flores no están idealizadas. Son superpuestas, imperfectas, táctiles. La pintura metálica se funde con el pigmento mate, las sombras se funden con la luz. La superficie se comporta como la piel: delicada pero resistente. Quiero que cada flor se sienta como si hubiera vivido algo y lo hubiera llevado con gracia.
En ese sentido, mis flores no se descomponen: recuerdan haber vivido.
El simbolismo de la resistencia
La estética gótica a menudo se asocia con la oscuridad, pero para mí, la oscuridad no es destrucción; es profundidad.
Lo utilizo como fondo para la resiliencia, un contraste que permite que la luminosidad surja con mayor honestidad. En estas pinturas originales, cada flor se convierte en un símbolo de resistencia: cómo la belleza puede sobrevivir incluso después de la transformación.
Algunos pétalos se pliegan hacia adentro, otros se abren de nuevo, otros se difuminan en la abstracción; sin embargo, ninguno desaparece. Evolucionan, adaptándose al tiempo, igual que las emociones.
En este mundo simbólico, la flor se convierte en un lenguaje de persistencia. Enseña que la fragilidad y la fuerza nunca son opuestas; coexisten y se nutren mutuamente.
Belleza sin permanencia
Cuando trabajo con texturas acrílicas y metálicas, pienso en cómo el color se comporta como una emoción: se desvanece, se intensifica, cambia y, a veces, regresa con una nueva forma. Pero nunca muere del todo.
Por eso me resisto a la idea romántica de la decadencia. En mi arte, nada termina realmente. Incluso las flores más oscuras aún tienen un pulso: el brillo de la plata bajo el negro, un reflejo que parpadea cuando la luz se mueve.
El estilo botánico gótico me permite mostrar esa paradoja: quietud que se siente viva, belleza que existe no en negación del tiempo sino en diálogo con él.
La superficie viva
Cada pincelada que hago es un pequeño desafío a la desaparición.
Las texturas —acrílico en capas, pintura metálica rayada, mate bajo veladuras luminosas— crean superficies que parecen respirar. Al observar con atención, el espectador descubre que lo que al principio parecía decadencia es en realidad transformación.
Mis pinturas originales se encuentran entre lo real y lo simbólico. No se trata de flores que perecen, sino de flores que perduran —emocional, visual y espiritualmente—. Incluso al transformarlas en impresiones artísticas, conservo esa crudeza táctil, ese ritmo de supervivencia.
Las flores en estas obras no se marchitan: cambian de forma.
Se convierten en recuerdo, emoción, atmósfera. Perduran como el aroma, como el aliento, como algo que se niega a terminar.
El Botánico Eterno
“Las flores no se pudren” no es una negación de la muerte: es una redefinición de la vida.
Es la creencia de que la belleza no depende de la perfección ni de la frescura, sino de la presencia. Mi arte botánico gótico existe en ese espacio de continuidad, donde lo orgánico se vuelve eterno a través de la emoción.
Cada cuadro es un recordatorio: lo que ha sido tocado por el sentimiento nunca desaparece del todo.
Simplemente cambia la forma en que permanece.