La acusación de vulgaridad
Llamar vulgar a algo ha sido durante mucho tiempo una forma de desestimarlo. El término implica falta de refinamiento, una falta de conformidad con los ideales del buen gusto. Sin embargo, la historia demuestra que lo que se llama vulgar a menudo conlleva un poder disruptivo. Los colores chillones, las formas exageradas y los gestos excesivos se han catalogado como vulgares precisamente porque rechazan la quietud del conformismo. La vulgaridad, en este sentido, no es solo estética, sino también política.

La moda como rechazo al silencio
En ningún ámbito esto es más evidente que en la moda. Los vestidos brillantes de las drag queens, las pieles neón de las escenas punk o la superposición maximalista de la estética camp desafían las normas de la sutileza. Declaran la visibilidad como un derecho. Lo que para algunos es vulgar, para otros es supervivencia: la afirmación de que los cuerpos e identidades considerados marginales no desaparecerán en la moderación.
Al elegir lentejuelas, pinchos o telas de colores llamativos, la moda transforma la vulgaridad en espectáculo y el espectáculo en resistencia.
El arte y lo grotesco del exceso
El arte también ha abrazado la vulgaridad. Desde la ornamentación barroca, repleta de curvas doradas, hasta las instalaciones contemporáneas bañadas en purpurina, los artistas han usado el exceso para desestabilizar las jerarquías del gusto. Lo grotesco y lo vulgar a menudo se solapan: ambos distorsionan, amplifican y traspasan la comodidad.

En el arte mural simbólico, paletas de neón, plantas botánicas distorsionadas o rostros surrealistas bañados en fucsia reivindican la vulgaridad como fuente de belleza. Aquí, el exceso no es un error, sino una fuerza intencional que inquieta y empodera.
La decoración y la política de visibilidad
Incluso en la decoración del hogar, la vulgaridad juega un papel importante. Un interior maximalista, con estampados contrastantes y obras de arte de gran tamaño, rechaza la neutralidad de la calma minimalista. Insiste en que los hogares, como las identidades, pueden ser estridentes sin complejos.
La supuesta vulgaridad en la decoración —paredes rosa intenso, carteles de neón, objetos brillantes— no son fracasos de la moderación, sino afirmaciones de alegría y visibilidad. Nos recuerdan que el espacio, como el cuerpo, puede ser reclamado mediante el exceso.
El abrazo feminista y queer a la vulgaridad
La estética feminista y queer ha reivindicado desde hace tiempo la vulgaridad como poder. Un labial demasiado rojo, tacones demasiado altos, voces demasiado fuertes: estas exageraciones contradicen las expectativas de que las mujeres y las personas queer se empequeñezcan, se silencien y sean más aceptables. La vulgaridad se convierte en la negativa a encogerse.

El brillo, el fucsia y la exageración exagerada convierten el ridículo en celebración. Afirman que lo estridente y lo excesivo pueden ser no solo bellos, sino también profundamente políticos.
Hacia una poética del exceso
¿Por qué importa la vulgaridad? Porque desenmascara las políticas del gusto. Lo que se descarta como vulgar suele ser lo que amenaza las jerarquías establecidas. Al abrazar la estridencia, la ostentación y el exceso, el arte y la moda revelan que la visibilidad en sí misma puede ser radical.
Vivir con la vulgaridad —en el cuerpo, en la pared, en el hogar— es reclamar espacio sin disculpas. Es insistir en que la presencia, por excesiva que sea, es en sí misma una forma de poder.