Los ojos siempre han sido más que órganos de la vista. En el arte, son umbrales entre uno mismo y el otro, lo interior y lo exterior, lo visible y lo oculto. El ojo no solo ve; define lo visto. Otorga poder, intimidad, vulnerabilidad y juicio, todo a la vez.
Desde los mitos antiguos hasta el surrealismo moderno, los artistas han usado los ojos para cuestionar el acto mismo de la percepción. Pintar o esculpir un ojo es explorar lo que significa ser consciente y lo que significa ser visto.
El ojo como símbolo antiguo
En la mitología, el ojo siempre ha sido divino y peligroso. El Ojo de Horus en Egipto protegía del mal. La mirada griega de Medusa petrificaba a los hombres: la visión era un castigo. La iconografía cristiana del ojo que todo lo ve lo situaba dentro de un triángulo de luz, representando la omnisciencia.

A través de estos símbolos, el ojo albergaba dos poderes contradictorios: proteger y controlar. Ver era saber, y saber era poseer.
Esta tensión persiste en el arte contemporáneo. La presencia de ojos en una composición genera inquietud porque invierte el rol del espectador. El observador se convierte en lo observado. La obra de arte devuelve la mirada.
La visión como emoción
Psicológicamente, la visión está ligada no solo a la cognición, sino también a la emoción. No vemos objetivamente; proyectamos. Nuestra percepción se filtra a través del miedo, el deseo y la memoria. Una misma imagen puede resultar tierna o amenazante según quién la mire y por qué.
En pinturas originales llenas de ojos, ya sea dispersos como flores u ocultos en formas surrealistas, esta psicología se hace tangible. La mirada se transforma en paisaje. Cada pupila, cada reflejo, es un fragmento de atención. Algunos ojos confrontan al espectador; otros se desvían hacia el interior, sugiriendo introspección o pérdida.
Llenar un lienzo de ojos no es un gesto de voyeurismo, sino de empatía. Es un intento de mapear el acto de sentir a través de la vista: convertir la consciencia en un ritmo visual.
Poder, control y vulnerabilidad
La dinámica de poder de la mirada siempre ha fascinado a los artistas. ¿Quién mira y quién es mirado? En el retrato, la mirada a menudo define el estatus: el sujeto seguro mira hacia afuera; el anónimo aparta la mirada.

En el arte moderno y surrealista, este equilibrio comienza a desmoronarse. Los ojos flotan libres de los cuerpos, dispersos como pensamientos. Ya no pertenecen a un solo rostro; se convierten en percepción colectiva: fragmentos de conciencia que se observan a sí mismos.
Este desapego revela una paradoja: verlo todo también puede significar perder el foco. El ojo que ve demasiado corre el riesgo de cegarse por exceso. La visión, en este sentido, se convierte tanto en una herramienta de control como en una confesión de fragilidad.
Cuando pinto ojos, los veo como espejos que se niegan a permanecer inmóviles: símbolos tanto de consciencia como de exposición. Captan la atención, pero también la ceden.
La mirada inquietante
Hay algo intrínsecamente extraño en los ojos desconectados de su contexto. Flotan entre lo animado y lo simbólico. Freud describió esta incomodidad como das Unheimliche : lo extraño, lo familiar convertido en extraño.
El surrealismo abrazó este sentimiento, convirtiendo la mirada en una perturbación poética. En muchas obras surrealistas, los ojos flotan entre flores, metales o texturas cósmicas, observando pero sin pertenecer. Representan la psique misma: abierta, vulnerable, en constante observación.
Esta imagen resuena con la psicología contemporánea. El ojo, como metáfora, representa nuestra exposición constante: a los medios, a los demás, a nosotros mismos. Vivimos en una cultura de la visibilidad, donde todo se puede ver, pero la verdadera percepción es escasa.
La repetición de los ojos en el arte se convierte en resistencia: una reivindicación del acto de mirar.
La visión como conexión
En muchas de mis obras, la mirada se entrelaza con formas botánicas y simbólicas: pétalos que se transforman en pestañas, raíces que se transforman en venas. Me atrae esta fusión de lo orgánico y lo perceptual. Para mí, la visión no es solo un acto intelectual, sino también emocional: un poder sutil que conecta en lugar de dominar.
Un ojo rodeado de flores se convierte en símbolo de sensibilidad, no de vigilancia. Sugiere empatía a través de la consciencia, percepción como cuidado. El brillo metálico o la superficie reflectante lo transforma en algo vivo: ver y ser visto a la vez.
En interiores, estas pinturas transforman la atmósfera. Parecen escuchar tanto como observar, creando un diálogo entre el espacio y el yo.
Los ojos en el arte nos recuerdan que ver nunca es pasivo. Es participación, proyección e interpretación. Ya sea sagrada, surrealista o psicológica, la mirada sigue definiendo cómo nos relacionamos con la belleza, con los demás, con la verdad misma.
La visión no es solo un sentido; es una emoción. Y en cada ojo pintado hay una pregunta y una reflexión: ¿qué vemos y qué nos ve a nosotros?