Nuestro gusto estético suele ser instintivo: vemos algo y simplemente sabemos que nos gusta. Un color, una textura, un rostro, una forma: algo resuena. Sin embargo, tras esa atracción instantánea se esconde una compleja red de emociones, recuerdos e identidad. El arte, los interiores y el lenguaje visual que nos rodea dicen más sobre nosotros de lo que solemos imaginar.

Como artista, siempre me ha fascinado esta psicología silenciosa: el diálogo invisible entre lo que vemos y lo que sentimos. Cuando alguien conecta con una de mis obras, no creo que se trate de que le guste un color o una composición. Se trata de reconocimiento. Algo en la imagen habla un idioma que ya conoce.
Memoria, emoción y la primera impresión
Nuestras primeras preferencias estéticas se forman mucho antes de que seamos conscientes de ellas. Los tonos de las habitaciones de nuestra infancia, la textura de los muebles antiguos, el olor de cierta tela: todo esto deja huella. Más tarde, reaparecen en lo que parece ser el gusto.
Cuando alguien elige una obra de arte suave y discreta, puede ser un deseo de calma, pero también podría evocar una sensación de seguridad olvidada. Quienes se inclinan por piezas oscuras y expresivas suelen buscar profundidad, un reflejo del mundo interior que rara vez muestran. Los colores brillantes y maximalistas pueden indicar optimismo o rebeldía. Cada elección revela una lógica emocional.
A menudo observo que quienes reaccionan con fuerza a mis obras más complejas o imperfectas tienden a valorar la sinceridad. Ven la belleza en lo crudo, al igual que en quienes muestran sus defectos. Nuestras elecciones estéticas suelen ser un reflejo de nuestras emociones.
El papel de la identidad y la autoexpresión
Elegir un estilo también es una forma de decir así soy yo .
Un hogar con minimalismo monocromático podría expresar control o claridad: el deseo de crear orden en una vida ajetreada. Un espacio rico en arte ecléctico y tonos saturados podría ser el de alguien que abraza la contradicción y el cambio.

La preferencia estética es, en muchos sentidos, un autorretrato. Incluso cuando creemos decorar una pared o comprar una lámina, estamos creando una versión visible de nuestra vida interior. Lo que elegimos mostrar forma parte de nuestra comprensión de nosotros mismos.
En mi propio proceso creativo, observo cómo los colores que uso cambian con el tiempo. Hay temporadas en las que tiendo a la moderación, cuando todo lo que pinto se siente casi monocromático. Luego hay periodos en los que no puedo resistirme al exceso: tonos superpuestos, texturas superpuestas, un caos deliberado. He aprendido a ver estos cambios como psicológicos más que estilísticos. Reflejan mi estado mental, no una tendencia que sigo.
El consuelo del reconocimiento
El placer estético está profundamente ligado al reconocimiento, no solo a la familiaridad visual, sino también a la emocional. Nos atrae lo que nos hace sentir como en casa, aunque no sepamos explicar por qué. A veces, esa familiaridad es literal (un patrón determinado, un tono nostálgico de azul), y a veces es puramente emocional: un estado de ánimo recurrente que buscamos inconscientemente.
Por eso el arte suele resultar tan personal. Cuando alguien me dice que sintió algo que no pudo identificar al contemplar una de mis obras, sé que ha encontrado reconocimiento. La obra ha plasmado en forma y color un sentimiento que ya conocía. Ahí es donde surge la conexión: no en la comprensión, sino en la resonancia.
Influencia cultural y gusto individual
Nuestras preferencias personales no existen de forma aislada. Evolucionan a través de lo que absorbemos: cine, moda, arquitectura e incluso entornos sociales. Un espectador criado en la simetría clásica podría encontrar reconfortante el equilibrio, mientras que alguien rodeado de arte callejero podría anhelar espontaneidad y ruido visual.

Pero lo fascinante es cómo estas influencias externas se fusionan con las privadas y emocionales. El resultado nunca es puramente cultural ni puramente personal; siempre es ambas cosas. Por eso dos personas pueden mirar la misma imagen y ver mundos completamente diferentes.
Cuando pienso en mis propias influencias, desde la fantasía teatral de Guillermo del Toro hasta el realismo sereno de Sally Rooney, veo cómo la contradicción moldea el gusto. Me encanta la tensión entre la fantasía y la intimidad, el exceso y la moderación. Ese contraste define gran parte de mi lenguaje estético.
Por qué es importante
Comprender por qué elegimos ciertos estilos no se trata de clasificación, sino de consciencia. Cuando percibimos lo que nos atrae —ya sea la fragilidad, la audacia, la nostalgia o la quietud—, empezamos a comprender cómo nos movemos a través de las emociones y el espacio.
La preferencia estética no es una cuestión de decoración. Es una conversación entre la memoria, la identidad y el sentimiento. Las obras de arte, los colores y las formas con las que convivimos son pequeños reflejos de lo mismo: el deseo de sentirse comprendido.
Al final, lo que llamamos «gusto» es simplemente la forma visual de la emoción. Y eso es lo que la hace infinitamente humana.