La vulgaridad como espejo cultural
La palabra vulgaridad ha conllevado siglos de inquietud. Derivada del latín vulgus , que significa «la multitud» o «lo común», se ha utilizado durante mucho tiempo como indicador de clase y gusto. Lo que se consideraba «vulgar» no solo era excesivo o llamativo, sino también socialmente peligroso, asociado con las masas más que con la élite. Sin embargo, en el arte, la vulgaridad ha sido a menudo precisamente donde prosperaba la vitalidad. Es el espacio donde la ornamentación prolifera, donde los colores gritan en lugar de susurrar, donde el gusto se convierte en un campo de batalla.
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El kitsch y la política del exceso
El kitsch, con sus rosas de plástico y santos brillantes, ha sido frecuentemente desestimado como el epítome de la vulgaridad. Sin embargo, como señalaron críticos culturales, desde Hermann Broch hasta Clement Greenberg, el kitsch era menos un fracaso del arte que un reflejo del ansia de inmediatez y sentimiento de la sociedad moderna. Su exceso no era inocente, sino sintomático.
En interiores, la estética kitsch —ya sean figuras de cerámica o carteles de neón desentonados— ha resurgido como gestos irónicos, convirtiendo el «mal gusto» en un comentario lúdico. El mismo exceso que antaño condenaba el kitsch se ha convertido en su punto fuerte, una forma de rechazar la esterilidad del buen gusto minimalista.
El campamento como protesta
Si el kitsch es la vulgaridad como sentimentalismo, lo camp es la vulgaridad como estrategia. Las famosas "Notas sobre lo camp" de Susan Sontag reconocían el deleite del camp por la exageración, el artificio y la teatralidad. Lo camp estetiza deliberadamente la vulgaridad, transformando la purpurina, las plumas fucsia o las pelucas neón en armas de visibilidad.
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Dentro de las subculturas queer y feministas, lo camp se convirtió en algo más que un estilo: era protesta. Invirtió la jerarquía del gusto, reivindicando el exceso como empoderamiento. Ser vulgar significaba negarse a ser borrado, ser más ruidoso, más brillante y más escandaloso que las estructuras que buscaban contenerlo.
Símbolos vulgares en grabados contemporáneos
En el arte mural simbólico contemporáneo, lo vulgar a menudo aparece mediante una exageración deliberada. Paletas ácidas, flores de gran tamaño, rostros distorsionados o híbridos surrealistas evocan tradiciones kitsch y camp. Estas imágenes se nutren de lo excesivo. Desestabilizan los interiores con su audacia, creando energía donde la moderación podría haber apagado.
Lejos de ser fallos del gusto, estas obras exponen la arbitrariedad del gusto mismo. Nos recuerdan que las categorías de «bello» y «feo», «refinado» y «vulgar» son históricamente contingentes y políticamente cargadas.
Rebelión a través del mal gusto
¿Por qué perdura la vulgaridad como estética? Porque ofrece una crítica disfrazada. Lo excesivo revela los límites de lo permitido. Lo ostentoso señala la violencia de la moderación. La vulgaridad se resiste a la asimilación, reivindicando el derecho a ser vista y escuchada sin disculpas.
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En este sentido, la estética de la vulgaridad no es solo decorativa, sino también emancipadora. Transforma el exceso kitsch en comentario, el humor exagerado en protesta y el «mal gusto» en una forma de supervivencia.
Hacia una poética de lo vulgar
Abrazar la vulgaridad en el arte y los interiores es abrazar la contradicción. Es permitir que el brillo, el neón y la distorsión grotesca hablen no como accidentes, sino como decisiones deliberadas. La vulgaridad, al ser recuperada, deja de ser vergonzosa y se vuelve luminosa, una forma de crítica adornada con lentejuelas.
Desde los recuerdos kitsch hasta las protestas en campamentos, la estética de la vulgaridad nos recuerda que la rebelión puede presentarse en colores llamativos, que la crítica puede llevar diamantes de imitación y que la belleza, en su forma más radical, a menudo elige ser ruidosa.